29/2/12

Ayer deseo; hoy realidad


Una fuerte militarización en su legado, un manto de oscuridad en su condición de gran economista, un silencio de su labor como periodista y un freno en su empeño por el acceso a la educación pública, sufre la figura de Manuel Belgrano. El relato de la historia oficial resumió su herencia a no ser. El hijo de la Patria no tiene día que lo recuerde en el calendario oficial; el día de su fallecimiento, el 20 de junio de 1820, y por la ley N° 12361 sancionada en tiempos de la “década infame” (1938) se celebra el Día de la Bandera.
El cambio nace cuando desde el propio Estado nacional se comienza a resignificar la figura del hombre que a los 36 años se involucró en la defensa de los intereses de una nación emergente, desde las primeras invasiones inglesas en 1806 hasta liderar ejércitos sin ser militar, invirtiendo su salud y todo su capital económico.
Los días 12 y 13 de febrero de 1812, Manuel Belgrano comenzó hacer realidad la creación de un símbolo que estimulara a la tropa a su cargo. Fue durante las expediciones libertadoras del Paraguay, poco antes de hacerse cargo del Ejército del Norte, que había sido creado a instancias de Mariano Moreno semanas después del 25 de mayo de 1810 para perseguir hasta la muerte al ex virrey Santiago de Liniers y tras la derrota frente a los realistas en Huaqui un año después, recaía en Belgrano en reemplazo de su primo Juan Castelli y el breve interinato de Juan Martín de Pueyrredón. El flamante distintivo tenía los colores de la “escarapela nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata”, aprobada por el primer Triunvirato a instancias del propio Belgrano, quien se hacia cargo de esos soldados criollos con las intenciones de transformarlo en una milicia ordenada y regular.
El 27 de febrero de 1812, tras inaugurar una nueva batería militar, denominada Independencia, en la ciudad santafesina del Rosario, Cosme Maciel quedaba inmortalizado para siempre en ser el primero en izar la bandera a instancias de Belgrano, vocal de la Primera Junta de Gobierno y devenido por las circunstancias en General de la Revolución.
La flamante insignia inquietó al entonces secretario del Triunvirato, Bernardino Rivadavia, preocupado en no lastimar los intereses de Inglaterra, tan relacionados con los hacendados de Buenos Aires, prohibiendo su uso para continuar bajo la bandera española.
La igualdad de oportunidades para el hombre y la mujer, la enseñanza estatal, gratuita y obligatoria, el aprendizaje de las tareas agrícolas y ganaderas, la importancia de disponer de una fuerte industria, eran las eternas luchas que Belgrano venía revindicado desde los días en que se hizo cargo del Consulado en 1794 o en la pluma periodística en el primer diario que se editó en Buenos Aires (1801), el Telégrafo Mercantil del Río de la Plata; en las batallas contra los ingleses, en la confección del Plan de Operaciones, que erróneamente se atribuye exclusivo a Mariano Moreno.
En ese mítico 27 de febrero, Belgrano hizo oídos sordos a los reclamos porteños con Rivadavia a la cabeza de retornar las tropas a Buenos Aires por temor a una invasión española. De haber cumplido, la futura Argentina hubiese perdido a manos de la contrarrevolución las provincias norteñas.
La bandera fue bendecida el día del segundo aniversario de la Revolución de Mayo, en 1812, en la catedral de Jujuy, por el sacerdote Juan Ignacio Gorriti.
La enseña nacional, que comienza a usarse con franjas horizontales celeste, blanca y celeste y poco después, cuenta con la presencia del Sol Inca, en un reconocimiento de Belgrano por los primeros habitantes y al Dios Inti, que significa Sol en quechua. La bandera, que supo brillar en las victorias de Tucumán y Salta y en enero de 1813 fue avalada por la Asamblea General Constituyente de 1813 y aprobada por el Congreso que declararía la independencia de España tres años después.
Al igual que con la creación de la enseña nacional, la reivindicación inca y la defensa de los pueblos originarios le costaron a Belgrano no pocos encontronazos con los dirigentes porteños. El proyecto de la monarquía constitucional incaica, tenía un objetivo principal: ganar las masas indígenas y ampliar la base social de la Revolución.
“Me parece realmente admirable el plan de un Inca a la cabeza; las ventajas son geométricas”, decía José de San Martín en apoyo a la propuesta que finalmente no fue.
Manuel Belgrano murió en soledad, pobre y olvidado. “Espero que los buenos ciudadanos de esta tierra trabajarán para remediar sus desgracias”, fueron sus últimos deseos, que se convertirían en realidad muchos años después, cuando Evo Morales, un hijo de los primeros habitantes americanos, llegaría a la presidencia de Bolivia en el año 2006 o en la protección e incentivación de una industria latinoamericana propia.
Porque la figura de Belgrano, del hijo pródigo de estas tierras, es para revisar y resignificar frente a quienes la escondieron, cuyo legado es ser un modelo a continuar, en el deseo patriota de un civil, abogado, economista y periodista que no dudo en luchar por sus sueños y deseos de un país libre, con más educación e igualdad para todos.

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Bien Moreno¡

7/2/12

Dos por dos es uno


Hay un relato de la historia que sintoniza con el modelo de país que se quiere. Uno es el de la Patria chica, dependiente del imperio inglés. El otro, el de la Patria grande, a favor de la integración latinoamericana, inseparable del ser nacional.

Símbolos que expliquen esos enfoques son el combate de San Lorenzo y casi cuarenta años después, la caída de Juan Manuel de Rosas por una guerra internacional contra la Argentina. Sólo coinciden en el mismo día, 3 de febrero, porque uno abrió el camino a la Independencia y el otro lo cerró por demasiado tiempo.

El combate en los alrededores del convento de San Carlos, en la posta santafesina de la localidad de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813, fue un punto de inflexión por ganar la ansiada independencia y el comienzo del estrellato militar de José de San Martín. Lo fue, porque el flamante Regimiento de Granaderos a Caballo bajo su mando, derrotó a la poderosa flota de Montevideo, que era la elite marina del poder del Virreinato del Río de la Plata. Sin contar con embarcaciones, solo con milicias, esa victoria fue un espaldarazo fundamental para la revolución que había comenzado el 25 de mayo de tres años atrás.

La otra batalla librada también un caluroso 3 de febrero, pero de 1852, fue el combate de la claudicación en la localidad bonaerense de Caseros cuando las tropas de Justo José de Urquiza, con la participación directa del ejercito imperial de Brasil y el amparo de Inglaterra, vencieron a las de Juan Manuel de Rosas, el gobernador de Buenos Aires ungido en 1835 representante de todas las provincias y comando de la Nación hacia el exterior.

Tropas que fueron parte de la gran guerra civil argentina y también tropas extranjeras que respondían a Río de Janeiro y a los colorados de Montevideo y que no ahorraron sangre de los derrotados. Fueron perseguidos, fusilados, ahorcados y colgados en los bosques del hoy barrio porteño Palermo, cerca del lugar donde Urquiza sentó residencia gubernamental en la propiedad del gran vencido. Odio de Caseros, como los bombardeos del 55 que derrocaron a Juan Domingo Perón.

Rosas no cayó por haber gobernado durante más de veinte años con un estilo duro sino por la defensa de los intereses nacionales, a tal punto que en la epopeya de la Vuelta de Obligado, de 1845 el propio José de San Martín y a pesar de su edad se puso a su servicio legándole su mítico sable con el que venció en San Lorenzo y liberaría después a Chile y Perú.

El mismo San Martín, que a los 34 de edad, había llegado en marzo de 1812 en el momento de mayor debilidad de la Revolución de 1810, con una tarea primordial: formar un ejército profesional con los últimos adelantos en el arte de la guerra para liberarse del yugo español.
Quizá la figura de un olvidado por la historiografía mitrista, el coronel Martiniano Chilavert, baste para explicar el diferente sentido de estas dos batallas.

Soldado leal a Rosas, Chilavert fue fusilado el 4 de febrero de 1852, al otro día de la batalla de Caseros por directa orden de Urquiza. Se había reincorporado al Ejército en 1826 para luchar en la guerra contra el Imperio del Brasil y había estado al lado de San Martín en 1812.
“En todas las posiciones en que el destino me ha colocado, el amor a mi país ha sido el sentimiento más enérgico de mi corazón. Considero el más espantoso crimen llevar contra él las armas del extranjero. Vergüenza y oprobio recogerá el que así proceda; y en su conciencia llevará eternamente un acusador implacable que sin cesar le repetirá: traidor! traidor! Traidor”, decía Chilavert poco antes de ser ejecutado.
Fue por esas convicciones que años atrás y con el cargo de subteniente de artillería del reciente Regimiento de Granaderos a Caballo, hicieron que participara de la revuelta popular en que fue expulsado el Primer Triunvirato, gobernante desde 1811 e integrado por Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Juan José Paso, y asesorado por un Bernardino Rivadavia funcional a los intereses de la corona española y de un imperio inglés que tenía un enorme interés por las colonias olvidadas.

"Estamos aquí para proteger la voluntad del pueblo, porque no siempre están las tropas, como normalmente se cree, para defender a los tiranos", sentenciaba San Martín frente al centro del poder que era el Fuerte –ubicado en la actual Casa Rosada-, flanqueado por el propio Chilavert y por quienes se destacarían en el combate de San Lorenzo, Hipólito Bouchard, Matías Zapiola y Justo Bermúdez.

Dos batallas, que en el relato histórico son valoradas de maneras diferentes: la de San Lorenzo, la del sueño sanmartiniano de la Patria Grande y la de Caseros, la atada al carro inglés, el mismo de las Malvinas, hoy también defendidas en los derechos argentinos por todos los gobiernos y pueblos latinoamericanos.