La idea del ciber también naufragó. Julio hizo todo lo que pudo para ver a Lito, su Lito, salir a flote, rescatarse, volver a ser el de antes. O mejor dicho, el que no fue nunca. Pensar que Lito, El Lito se jactaba de poder “manejarla”. No sabía que el manejo de la adicción reposaba en vigas que son de barro. Nadie controla la frula.
Los años escondiéndose de la cana, los meses internado en la Granja, reflejaron que Lito estaba equivocado. Los amigos que él creyó más amigos, le soltaron la mano. Los vecinos lo negaban. La familia lo cuestionaba. Así se encontraba Lito a la puerta de los 30; enfermo por su adicción a la merca, en el final del camino, sólo con compañía de papá Julio y mama Graciela.
En el invierno del 2005 fue la última vez que los muchachos que paraban en la esquina lo vieron. Conocían a Luis desde chicos, mucho antes de que este comenzara a “caminar” con ellos, a los que despectivamente algunos llamaban los “dragones”.
No todos se alejaron de Lito. Unos pocos lo visitaban en la Granja, ese lugar endemoniado del sur bonaerense, cerca de Berazategui, cuyo único logro fue perjudicar más la salud de Lito. Si cuando papá Julio lo retiró, sólo quedaba una sombra del Lito atlético que había sido. La granja fue un salvavidas de plomo.
Los psicólogos fracasaron. ¿A que clase de doctor se le ocurre que un muchacho todo el día empastillado podía manejar un ciber, un negocio? Lito es un buen pibe. Se fue de mambo, esa era la verdad. Probó el dulce, y creyó manejarla. “Uno cree que controla la papa; no viejo; esta siempre te controla a vos”, les decía Lito a algunos de esos muchachos que lo visitaban en esa Granja. Porque ellos querían de verdad a el Lito; con ellos fueron las primeras salidas, las primeras novias, los fulbitos, el primer porrito. Pero Lito se abrió; comenzó a juntarse con los otros, que eran otra cosa. Los códigos de barrio no entraban en la lógica de los dragones. Así era, y quedó demostrado cuando le soltaron la mano y lo abandonaron en ese caserón del orto. Porque todos habían ido a robar. A poner pecho en la calle como se dice en la jerga. Y en cana sólo término Lito. En la Argentina, al adicto se lo trata como un delincuente; no como a un enfermo. La Justicia es dura: mandar a Lito a una granja fue el peor remedio.
Papá Julio desconfiaba de todos. Y tenía sus razones. Pero dejaba que algunos de los muchachos visitarán a Lito, de vuelta en su habitación tras el infierno, pero sedado como un perro en las típicas fiestas de fin de año Navidad.
Uno de ellos hacia tiempo practicaba boxeo, una materia pendiente por años de invertir esfuerzo y tiempo en la Facultad. El muchacho, ahora abogado, le había comentado mil veces a papá Julio que el proceso penal de Lito estaba errado. Nunca de parte de papá Julio tuvo respuestas. El ahora abogado sabía que el boxeo podía rescatar a Lito. Por eso, no volvería a cometer el error de hablar con papá Julio.
- Lito, mañana te voy a pasar a buscar; te venís conmigo, nada de merluza ni porro, ni Simpson ni nada. Quiero que vengas conmigo en secreto.
- Pero chavon, no entendes?, yo me quiero morir, mira como estoy.
- No forro, vos te venís con nosotros, quiero mostrarte algo.
El boxeo tiene sus propios códigos, sus propias reglas. Refleja el temperamento escondido, transforma el dolor en virtud… creer o reventar, Lito encontró un mundo propio dentro del boxeo. Lito comprendió que saltar la soga, esquivar golpes, vendarse, hacer guantes, era algo más que hacer un deporte que lo mantenga ocupado. Allí, sin saber entrelazaría su destino.
Pasó el tiempo. Hoy hay que ver a Lito, categoría Welter Junior, recorriendo el ring y explicando a sus alumnos los secretos del los puños, y del mismo modo que le sucedió al escritor Julio Cortazar, el boxeo le dio un sentido a su vida.
Los años escondiéndose de la cana, los meses internado en la Granja, reflejaron que Lito estaba equivocado. Los amigos que él creyó más amigos, le soltaron la mano. Los vecinos lo negaban. La familia lo cuestionaba. Así se encontraba Lito a la puerta de los 30; enfermo por su adicción a la merca, en el final del camino, sólo con compañía de papá Julio y mama Graciela.
En el invierno del 2005 fue la última vez que los muchachos que paraban en la esquina lo vieron. Conocían a Luis desde chicos, mucho antes de que este comenzara a “caminar” con ellos, a los que despectivamente algunos llamaban los “dragones”.
No todos se alejaron de Lito. Unos pocos lo visitaban en la Granja, ese lugar endemoniado del sur bonaerense, cerca de Berazategui, cuyo único logro fue perjudicar más la salud de Lito. Si cuando papá Julio lo retiró, sólo quedaba una sombra del Lito atlético que había sido. La granja fue un salvavidas de plomo.
Los psicólogos fracasaron. ¿A que clase de doctor se le ocurre que un muchacho todo el día empastillado podía manejar un ciber, un negocio? Lito es un buen pibe. Se fue de mambo, esa era la verdad. Probó el dulce, y creyó manejarla. “Uno cree que controla la papa; no viejo; esta siempre te controla a vos”, les decía Lito a algunos de esos muchachos que lo visitaban en esa Granja. Porque ellos querían de verdad a el Lito; con ellos fueron las primeras salidas, las primeras novias, los fulbitos, el primer porrito. Pero Lito se abrió; comenzó a juntarse con los otros, que eran otra cosa. Los códigos de barrio no entraban en la lógica de los dragones. Así era, y quedó demostrado cuando le soltaron la mano y lo abandonaron en ese caserón del orto. Porque todos habían ido a robar. A poner pecho en la calle como se dice en la jerga. Y en cana sólo término Lito. En la Argentina, al adicto se lo trata como un delincuente; no como a un enfermo. La Justicia es dura: mandar a Lito a una granja fue el peor remedio.
Papá Julio desconfiaba de todos. Y tenía sus razones. Pero dejaba que algunos de los muchachos visitarán a Lito, de vuelta en su habitación tras el infierno, pero sedado como un perro en las típicas fiestas de fin de año Navidad.
Uno de ellos hacia tiempo practicaba boxeo, una materia pendiente por años de invertir esfuerzo y tiempo en la Facultad. El muchacho, ahora abogado, le había comentado mil veces a papá Julio que el proceso penal de Lito estaba errado. Nunca de parte de papá Julio tuvo respuestas. El ahora abogado sabía que el boxeo podía rescatar a Lito. Por eso, no volvería a cometer el error de hablar con papá Julio.
- Lito, mañana te voy a pasar a buscar; te venís conmigo, nada de merluza ni porro, ni Simpson ni nada. Quiero que vengas conmigo en secreto.
- Pero chavon, no entendes?, yo me quiero morir, mira como estoy.
- No forro, vos te venís con nosotros, quiero mostrarte algo.
El boxeo tiene sus propios códigos, sus propias reglas. Refleja el temperamento escondido, transforma el dolor en virtud… creer o reventar, Lito encontró un mundo propio dentro del boxeo. Lito comprendió que saltar la soga, esquivar golpes, vendarse, hacer guantes, era algo más que hacer un deporte que lo mantenga ocupado. Allí, sin saber entrelazaría su destino.
Pasó el tiempo. Hoy hay que ver a Lito, categoría Welter Junior, recorriendo el ring y explicando a sus alumnos los secretos del los puños, y del mismo modo que le sucedió al escritor Julio Cortazar, el boxeo le dio un sentido a su vida.